Cuando la actividad sexual efectiva se manifiesta a cielo abierto en el caso de los que se presentan ante los ojos de los demás como célibes y castos (y por lo tanto diferentes de la mayoría de sus seguidores), la investidura sacralizada se desconfigura. Entonces aparece no el sujeto consagrado de tiempo completo a su Dios, sino sólo el actor que pretende representar ese papel que en medio de la obra muestra la fractura que se despliega entre su mensaje, el personaje y los actos.
Tal discordancia agujera el mensaje, que tiende a emitirse de manera performativa: decir es hacer. Entonces el simulacro muestra sus entrañas en toda su crudeza. Y al hacerlo, tiende a igualar al consagrado con quienes no optaron por su elección de vida. Sin embargo, esta caída de la sacralidad no es tan evidente, ya que en el sacerdocio católico abundan los expertos en administrar un tipo de invisibilidad que se muestra a vistas entre otros lugares, en la alba hostia que pretende no sólo representar, sino contener el cuerpo real de Cristo, después de que el oficiante emite las palabras de la consagración. Cuando desde la primera infancia se ha sido educado en este hábitus creyente, la sacralidad resiste.