Mi padre me llevaba caminando por el bosque de Chapultepec y recitaba Reír Llorando de Juan de Dios Peza, el cantor del hogar. Muy pequeño era yo pues tenía que levantar la mano para alcanzar la suya.
Un compañero me arrebató una hoja de papel en que estaban unos versos y se la dio al profesor Agustín Lemus, quien leyó allí mismo en el patio de recreo de la escuela secundaria y se despidió diciéndome:
Adiós, poeta. De este instante depende todo lo que he escrito el resto de mi vida. Fue él quien me presentó en público y en una revista Alfa, que él dirigía, publicó la leyenda que cierra este libro.
En el centro Universitario México, donde hice la escuela preparatoria, Enrique Moreno de Tagle, gran políglota y profesor de literatura, me aconsejó: Haga sonetos. El que hace sonetos lo hace todo. Y seguí sus palabras fielmente.
Se dice que las matemáticas y la música no requieren de experiencia vital al contrario de la calidad poética, pero la experiencia humana y personal que yo tenía era mínima, por lo tanto es obra de la pura intuición y el influjo de muy tempranas lecturas.