Oscar Wilde es una de las escasas paradojas radicales que registra la historia de la literatura: pocos como él conocieron la gloria en vida; pocos como él fueron reductos tanto por la infamia y la degradación. Pocos fueron tan buscados por una sociedad -eneste caso la inglesa- para engalanar fiestas y reuniones; pocos, después, tan vituperados y marginados.
Luego de la cárcel Wilde no fue ni la sombra de lo que había sido antes. No pudo borrar la imagen trstemente grotesca que se hizo de su persona, ni escribir la pieza que tanto había prometido y se había prometido. Y la posteridad, pese a los esfuerzos denodados de algunos amigos y biógrafos y aún de su hijo Vyvyan, se quedó en general con la imagen de un Wilde ingenioso y perverso, y no con la del hombre con alma de niño que tejiera algunos cuentos pródigos de delizadeza y de imaginación.
En este libro de recuerdos, André Gide busca recobrar al hombre y no al artista: el que alcanzó la cumbre y el que se precipitó al abismo.
Dijo: "los que se aproximaron a Wilde en los últimos tiempos de su vida, no imaginan, a través del ser debilitado y desecho que nos devolvió la prisión, el prodigioso hombre que fue".