Doscientos sesenta fragmentos, pequeños relatos que se alternan, saltan en el tiempo y constituyen una enigmática narración que los acepta a todos como partes alusivas (y elusivas). Es así que un escritor sin nombre, aunque algunas cosas parecen coincidir con hechos de la vida de Bellatin, cuenta en primera persona que tiene una mano artificial que a veces le juega malas pasadas, y un hijo al que le cuenta sueños que aluden a algunos de los fragmentos ¿o los generan?. Cuenta la historia de su abuelo de supuesto origen quechua, quien le contaba la historia de Macaca, una mujer que después de la muerte de su amante, fabricante de zapatos de piel de roedores que él mismo cazaba, se dedicó a la venta de propiedades, de las que también se enamoraba. Y es aquí cuando el lector comienza a ver que Bellatin ha querido construir una máquina de contar desde dentro de la literatura. Los relatos se desdoblan hasta pasar junto a la liebre muerta del título, el hilo subterráneo que vertebra relatos, uniendo y desuniendo hermanos, produciendo gemelos sin brazos, lenguaje, literatura.
Aunque lo cierto es que este libro me ha gustado bastante, también es verdad que se me antoja demasiado cerebral. El interés de Bellatin por sintetizar al máximo lo que quiere contar, por encontrar la manera más simple o más económica de narrar sus historias breves, me parece un arma de doble filo: por un lado, el texto gana en agilidad (se lee muy bien) pero por otro, me trasmitió bastante frialdad. En cierto modo, me daba da la impresión de estar leyendo una especie de improvisado cuaderno de notas, en donde el autor esboza ideas que luego intenta exprimir hasta agotarlas para saber cuánto pueden dar éstas de sí, en una especie de extravagante experimento técnico-narrativo que exige además bastante complicidad y una cierta disposición previa por mi parte a participar en el juego que Bellatin me plantea honestamente, desde las primeras páginas de la novela.