Un torbellino de historias, entretejidas de personajes entrañables es lo que va dando vida a Todo lo hacemos en familia, una novela apasionada por el detalle y escrita con la paciencia de una tejedora de alfombras. La autora va construyendo ambientes prolijos, descritos, con una precisión contundente que absorbe al lector y lo ubica en una selva de objetos preciosos, con la acuciosidad de un relojero.
La literatura de Beatriz Espejo (Veracruz Veracruz, 1939) se inscribe en la mejor tradición cuentística de miradas femeninas que exploran la nostalgia por la vida, en una interpretación de la realidad que trasciende el universo de la mujer para hablar sobre los sueños y problemas de niños y hombres; una literatura que refleja las realidades interiores y sufrimientos de los personajes sujetos a sus circunstancias y prejuicios.
Su obra, escasa en publicaciones pero rica en calidad, se desarrolla sobre dos vertientes: una que transcurre en ámbitos cerrados, llenos de fantasmas e interrogantes que pertenece quizá a una saga familiar y autobiográfica. La otra, toma su materia prima de la condición de las mujeres en el siglo XX, preocupadas por su profesión, por su condición ontológica y amorosa.
Nacida en el puerto de Veracruz, en el seno de una familia tradicional de hacendados que cambió su residencia a la Ciudad de México para formar parte de la pequeña burguesía, la familia de Espejo estuvo encabezada por su padre, un hombre culto que disfrutaba los placeres de la comida, de las reuniones familiares y los encuentros sociales para hablar de literatura y beber cognac. Beatriz Espejo fue educada en escuelas de religiosas francesas donde aprendió el refinamiento y encontró su vocación literaria.
Comenzó el hábito de la lectura a los siete años, con cuentos de hadas donde predominaba la figura femenina que se hacía heroína (Blancanieves, Cenicienta). Continuó con las novelas rosas que compartía con una tía solterona; y a los 12 años, cuando murió su padre, Espejo comenzó a cultivar la nostalgia que me quedó al darme cuenta de que la felicidad es pasajera. En ese estado de ánimo, descubrió a las inglesas Brönte, a Agatha Christie, los terrores nocturnos de Edgar Allan Poe, y más tarde la prosa precisa de Martín Luis Guzmán, y la palabra dispersa y poética de José Vasconcelos.