¿Alguna vez se han planteado la idea de hacer todo cuanto les venga en gana sin verse obligados a atenerse a las consecuencias? ¿De actuar a como nuestras emociones y cerebro nos dicten sin temor a represalias producto de vivir al límite? ¿De gozar, en su totalidad, de eso a que los modernistas más acérrimos denominan constantemente como libertad? Suena bastante bien, ¿verdad? ¿Qué persona no quisiera verse libre de las responsabilidades, compromisos y obligaciones que tanto nos agobian?
Sin embargo, ¿qué pasaría ahora, en el supuesto caso, de que ustedes tuviesen el derecho a pecar (sí, a pecar) sabiendo que Dios no podrá castigarlos jamás? Piénselo tan sólo un momento: son los «elegidos» del Señor o, como diríamos dentro del catolicismo, los «ungidos» por la Providencia. Claro está que yo, dada mi educación católica, se de buena fuente que este precepto jamás lo escucharán en ningún sermón romano y mucho menos en uno ortodoxo; más bien, tal idea proviene de los dogmas luteranos más antiguos que estipulan que el homicidio, la embriaguez, entre muchos otros vicios, son actos propios de los malvados, pero no del hijo de la gracia que ha garantizado la salvación.
Bajo esta idea teológica tan aberrante es en la que el poeta escocés James Hogg (también autor de ciertos relatos como «Expedición al Infierno») es que nos trae una de las mejores novelas góticas que yo haya leído jamás. ¿Por qué digo que es de las mejores? Porque tal y como lo hemos venido manejando desde hace un par de reseñas, una obra literaria del género gótico siempre tiene que verse envuelta con aspectos religiosos de dudosa moralidad y, ante todo, asaz terroríficas. Y por supuesto, la del libro de Memorias privadas y confesiones de un pecador justificado está colmado de todo ello.