Así como jugando, inventando tram-pas, mirando por el ojo de la cerradura, Isa González se adentra en una de las obsesiones más ocultas de todos los tiempos: el impulso de la bestia sobre el plato de comida.
Pero Isa González no se conforma con ver de ladito a los glotones. Como en toda su literatura, en El cuerpo de Crista indaga las formas actuales del deseo, se adentra al surgimiento de una más de las filias que contagian de placer y pavor a sus fieles devotos. Nunca en la literatura mexicana se había abordado con tanto gozo la perversión compartida entre quien alimenta y quien recibe el alimento, ese impúdico buscador de sabores enervantes, tan demoledores como el contenido en un plato de perlas de wasabe.
El cuerpo de Crista pone al fin sobre la mesa la más absoluta de las intimidades: el momento en que la cuchara entra en la boca del ser amado y se verifica la cópula entre el alimento y el paladar, estallido donde confluyen lo sagrado, lo sabroso y lo eterno.